Posverdad y elecciones 2018

Existe un desconcierto generalizado en la opinión pública, el ecosistema de medios es cada vez más complejo; una gran paradoja nos consume: en la era digital tenemos un gran número de fuentes de información, vehículos de comunicación atiborrados de datos, opiniones, imágenes, videos, memes, blogs y narrativas con agenda de distintos tipos, sin embargo, cada vez sabemos menos. Tenemos acceso a más información pero cada vez nos cuesta más trabajo procesarla, analizarla, entenderla. Ahora pecamos de “gula” informativa, deseamos consumir mucha pero digerimos poca.

Paralela a la comunicación digital, recorren por la carretera habitual los medios como la televisión, la radio e impresos. Su tradicional estilo de informar ahora se complementa con lo digital; los contenidos emanan de una vía y brincan a otra, se bifurcan pero también se unen. Hoy en día, el sustrato mediático que se anida en la ciudadanía es denso, complejo, multiplataforma, esquizofrénico. Enfrentamos uno de los retos más importantes del siglo XXI: procesar un sinnúmero de inputs informativos, ordenarlos, entenderlos, asimilarlos, y luego de ello, tener una opinión propia, o al menos presumiblemente propia.

Asistimos a una nueva relación con la opinión pública, su construcción, basamento y formas de asimilación hoy están en un proceso vertiginoso, desconocido, de cambio sustantivo. Por el momento lo único que se conoce, son las consecuencias de este impacto, la sobresaturación de información conlleva como riesgo más característico la calidad de sus contenidos, la imprecisión de sus fuentes, la presentación de juicios de valor sin sustento; cualquiera puede convertirse en un “periodista digital”, con texto, video, audio, gifs, memes, hoy cualquiera puede viralizar verdades, pero también falsedades. La urgencia por transmitir se ha vuelto superlativa por la calidad exigida en el menor tiempo posible, adelantarse a la primicia ya no es suficiente, ahora también importan la mayor cantidad de respuestas que se puedan dar, construir conversación, modularla de acuerdo a un interés o un grupo de intereses. Así, en este momento el ecosistema de medios es un terreno fértil para que se aniden las mentiras, las verdades a medias. Hoy la aceptación del rumor, pero también de lo falso, en el circuito informativo es un fenómeno que hay que entender para combatir, para erradicar.

Estamos pues, instalados en la época de la posverdad, en inglés conocida como post-truth, concepto con un década de historia pero que en 2016, el diccionario Oxford lo escogió como la palabra del año, por el incremento en su uso, sobre todo luego del brexit en UK y las elecciones presidenciales en Estados Unidos. La posverdad es definida como una circunstancia en la que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales. El Diccionario Oxford señala además que dicho concepto se suele utilizar acompañando con la palabra política, es decir, post-truth politics, dando así una dimensión política al término y a su impacto en la vida cotidiana.

El concepto también refiere a “circunstancias en las que hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que lo que lo hacen los llamamientos a emociones y creencias personales”. Luis Meyer, en la revista Ethic de febrero 2016, afirma que no debiéramos llamarla posverdad sino más bien pos periodismo, quizá tenga razón, el reto podría ser redefinir las formas en las que se está haciendo el periodismo tradicional, sus tiempos y ritmos. Pareciera que la digitalización de la vida está condicionando también, la forma en la que asimilamos los inputs del ambiente mediático y cómo la ciudadanía interioriza los mismos.

Los memes, al menos el meme de connotación política, se ha convertido en una pieza de retórica; como unidad de análisis nos podría servir de ejemplo para entender uno de los circuitos en los que la posverdad recorre sus flujos comunicacionales. La principal característica del meme es que tiene un componente de verdad pero también otro de mentira. En su primera etapa, lo detona un hecho real, pudiendo ser un acontecimiento noticioso verdadero, sin embargo, para la asimilación del mismo, se introducen elementos específicos de sorna, exageración, dolo, cizaña, que distorsionan el origen fidedigno que lo detona, esto causa encanto y logra una viralización en poco tiempo. Cuando esto sucede, surge una segunda etapa en la que la socialización y entendimiento del mismo se construye a partir del marco de referencia o contexto que cada espectador tenga del acontecimiento real. Si dicho marco es débil, la asimilación es más rápida pero menos autocrítica, así el meme se representa constantemente y con diferentes niveles de distorsión de la realidad, logrando anidarse en el imaginario político; de esta manera se convierte en unidad de conocimiento viral, donde escasean los criterios sólidos para discernir lo cierto de lo dudoso. En su tercera y última etapa de vida fértil, los memes construyen un verdad falsa sobre el acontecimiento, pero ésta se moldea a través de la emotividad y gracias a ella detona una fuerza supremacista sobre la verdad. Al final se busca que la versión de los hechos concuerde más con la ideología de cada uno, o con la ideología de quién los produce, los viraliza, quien busca hegemonizar la conversación pero a la vez distorsionarla por la vía digital.

Así como con los memes, la posverdad se instala en casi todas las piezas digitales de igual manera, incluido el buzz o ruido que generan conversaciones en las redes sociales que tienen el mismo fin, desinformar, apegar a hechos alternativos, difundir mentiras tóxicas, o verdades sesgadas. Seguramente la posverdad como muchas modas se diluirá al pasar los años, después se regresará a discutir de nuevo a la mentira en el espacio público, sin tantas complejidades, sin embargo, los tiempos que corren exigen pensar y reflexionar de manera critica este fenómeno comunicacional presente en las sociedades complejas e intercomunicadas, especialmente en el campo político.

En el mundo occidental la posverdad ya ha cobrado factura, la opinión pública se ha visto deliberadamente influenciada por hechos alternativos, por mentiras, construidas todas ellas específicamente con el fin de deformar, de influir de forma perversa. Se ha banalizado la verdad para dar pie a un entusiasmo por la mentira, por los distorsionado. Actores políticos, económicos y sociales de distintos intereses, nacionalidades y cuños, han potenciado el carácter esquizofrénico de nuestro actual proceso de construcción mediática, mismo que no ha podido ser explicado por los propios estudios y encuestas de opinión.

A la vista tenemos el Brexit en UK, la negativa al referéndum de Matteo Renzi en Italia, el crecimiento de simpatías con las derechas políticas basado en la estimulación del miedo y el rencor entre la ciudadanía, el referéndum sobre los acuerdos de paz en Colombia, o el más reciente en Cataluña, así como la abrupta llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos. En la mayoría de los procesos reseñados se identifica como punto nodal una participación sui generis de la ciudadanía a través de los métodos democráticos: elecciones, referéndums, consultas populares, etc. Dicha participación ha sido libre pero sumamente vertiginosa, casi inexplicable por el resultado que ha arrojado. Pareciera ser que este carácter atípico tenga que ver más con la manipulación intencionada de la opinión pública a través de la construcción de narrativas falsas, posverdad llanamente dicho, que de un ejercicio reflexivo y orientado de la ciudadanía tratando de obtener esos resultados luego del ejercicio democrático.

De comprobarse esa hipótesis, tendría que ser una alerta tajante para los países que están por vivir elecciones, referéndums o consultas populares, sobre todo aquellas democracias frágiles o en construcción, pero también las que se han consolidado en el tiempo. Estas sociedades requieren estar atentas y expectantes a estos fenómenos de manipulación de la opinión pública, pues sus consecuencias son siniestras y tienden a ser catastróficas. En ese sentido México y su proceso electoral de 2018, que ya ha comenzado oficialmente, podría ser un blanco perfecto para seguir sumando tristes ejemplos a la lista arriba señalada. No resulta imposible creer que habrá intereses internacionales y nacionales que querrán tomar ventaja del desconcierto de la opinión pública en los contextos digitales de los que aquí se ha hablado.

El reto es grandísimo de ser el caso, además de esperar que la ciudadanía esté alerta y contraponga las noticias falsas con la revisión de hechos reales, también exige de voluntad política de los actores, intereses y líderes de opinión, por cuidar el propio ecosistema de medios, tarea difícil en un contexto de competencia política. Por ejemplo, en los pasados meses, al amparo de la posverdad se ha construido una narrativa de desprestigio institucional en torno al árbitro electoral, no importándole a los propios actores políticos que le apuestan a ese juego, que la estabilidad política de la autoridad electoral es también la estabilidad política del país. Abonar a su debilitamiento es abonar a un México inestable políticamente.

Es en ese sentido en donde se tendría que cuidar la conversación pública por todos los actores; sin embargo el proceso electoral apenas empieza por ende no debemos descartar que escenarios de posverdad sigan detonándose e influyan nocivamente en la opinión pública en otros terrenos, en otros flancos y hacia otros actores políticos en el devenir del propio proceso electoral. Si bien, desde tiempos inmemorables en la política la mentira o la media verdad siempre han sido caudales manejados con desenvoltura, es responsabilidad de los líderes de opinión, grupos de interés y sociedad civil y ciudadanía en general, cuidar los insumos informativos que construyen pero que también consumen para sí. Es muy probable que México sea de los países con elecciones a los que arribe la posverdad como estrategia política, la responsabilidad de no caer envueltos en esa trampa es tarea de todos.

Marco Arellano Toledo | @marellano7

Politólogo por la Universidad Nacional Autónoma de México

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