Legalidad o cultura de cumplir las normas… nomás poquito.

El pasado 8 de junio, Hilario Ramírez Villanueva, candidato independiente a presidente municipal de San Blas, Nayarit, quien anteriormente ya había sido alcalde de esa localidad, en un gesto que transita entre la transparencia y rendición de cuentas a una de las máximas expresiones del cinismo ilustrado, declaró en un mitin de campaña que en su anterior gestión “…sí robó al erario público pero sólo un poquito…”.

Es el caso que en las recientes elecciones en dicha entidad, el inefable político nayarita se convirtió por segunda vez en Presidente Municipal de San Blas, aquella comunidad donde los gobernantes sí roban –nos consta por confesión de parte- y donde los “ciudadanos” se indignan -no nos consta-, pero en todo caso, en ambos casos, nomás poquito.

Lo paradójico del caso de Don Hilario Ramírez y la magnanimidad de una sinceridad que ha generado el desgarre de las vestiduras y la indignación de todos, menos de sus votantes, es que lejos de ser un caso aislado, probablemente sea el caso más emblemático, no sólo de lo que hoy mueve a mucha gente a querer involucrarse en política, sino también, es una cátedra de la “cultura cívica” que el mexicano desde pequeño, en su hogar, en su escuela, en las calles, está aprendiendo, desarrollando y replicando, en cada rubro de su vida.

En efecto no se trata de un caso aislado. En México el ciudadano tiende a violar las normas sistemáticamente, pero siempre, sólo poquito.

Se ha venido transformando el paradigma mexicano de la legalidad, al punto de que los mexicanos no sólo no reconocen como ilegal la violación mínima de las normas, sino que la toleran y hasta premian. “Sincero antes que honesto”, dirán orgullosamente de su gobernante los votantes de San Blas.

Así, dar mordidas; pasarse altos; ir en sentido contrario; exceder la velocidad; obstaculizar pasos peatonales o rampas de discapacitados; estacionar en lugar para discapacitados; utilizar acotamiento como cuarto carril; traer perros sin correa o no recoger sus heces; conducir ebrios o hablando por teléfono; tirar basura; etc., son sólo algunos ejemplos de conductas cotidianas que pese a ser contrarias a leyes y atentar contra la sana convivencia, no forman parte del paquete del “no deber ser” en la programación de los mexicanos.

La “cultura” podría ser definida como el conjunto de tradiciones, prácticas, comportamientos y costumbres que caracterizan a un pueblo, a una clase social, a una época y que son aprendidos de generación en generación, a través de la vida en sociedad.

Así, habrá quien sostenga que el mexicano es honesto desde la perspectiva del modelo mexicano, que aunque no se parece al modelo suizo ni al inglés, es un modelo de cultura de legalidad formado a través de prácticas y comportamientos que se han vuelto tradiciones y que en general, son aceptadas en nuestro país.

De esa forma, para entender el que un candidato en su discurso le comparta a su pueblo que ha robado –un poco- del erario y luego, que ese pueblo le dé su voto de confianza y lo haga gobernante, hay que entender y sobre todo asumir, la cultura de legalidad que como ciudadanos, de manera pasiva o activa, venimos construyendo.

No es un tema de autoridades, es un tema de ciudadanía. Las instituciones se integran por ciudadanos. En un régimen democrático, el ciudadano es el todo y la autoridad sólo una expresión más de una ciudadanía, fungiendo como autoridad. Por tanto, la calidad de los ciudadanos de un país, será la calidad expresada en cada uno de los espacios que conforman una sociedad, entre ellos, el espacio público.

Ricardo Cayuela escribió en el año 2011 en el libro del cual es coautor “El México que nos duele: crónica de un país sin rumbo”:

“El problema de México no es el narcotráfico, ostentosa cerecita del gran pastel de la ilegalidad. […] Ese pastel está compuesto por una sociedad permisiva al quebrantamiento de la ley y una autoridad que cotidianamente […] nos demuestra que la ley es un elemento, digamos, negociable”.    

Para progresar como país, no necesitamos cambiar de políticos, de policías o de maestros. Tenemos de una vez por todas que cambiar la cultura de cumplir las normas a conveniencia, para empezar a vivir bajo un esquema de legalidad inquebrantable.

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