43 y el estado del Estado

43 estudiantes desaparecidos. Un gobierno municipal perredista corrupto y facineroso. Ángel Aguirre, priísta, pero postulado por el PAN y el PRD a la gubernatura de Guerrero. Enrique Peña Nieto, priísta, presidente de la República, que en principio prefirió una actitud parsimoniosa ante la desaparición de los estudiantes con el objetivo de que el costo político fuera absorbido por los gobiernos de izquierda que se hunden en su propia porquería. Todos los políticos, de todos los partidos, engalanados, en sonrientes fotos con el presidente municipal de Iguala, el hasta hace muy poco prófugo, el mayor responsable de esta tragedia que no termina de vomitar osamentas, fosas con cuerpos de ADN´s inidentificables. Una tragedia que duele y en la que toda la clase política de todos los partidos, de todos los niveles de gobierno, tiene responsabilidad.

¿En qué se diferencian estos desaparecidos de los miles y miles que han ocurrido en los últimos años? Principalmente en tres cosas, la primera, son estudiantes combativos y disidentes políticos de una escuela normal rural con gran trascendencia en la crítica al autoritarismo local (Iguala), regional (Guerrero) y nacional (México). Segunda, hay evidencia clara, contundente e irrefutable de que fue la propia policía municipal, las propias fuerzas del orden, aquellas que tienen como misión garantizar el estado de derecho, las que se llevaron a los estudiantes, las que los raptaron, las que los mataron en plena calle del municipio que se dicen cuidar. Tercera, son jóvenes estudiantes, en promedio 20 años de edad, no narcos, no traficantes, libres del estigma habitual del que se achacan este tipo de homicidios.

Lo de Ayotzinapa marcará el sexenio de Peña Nieto, lo perseguirá por los años que le restan, incluso resolviendo mediáticamente el caso, devolviendo a los jóvenes o encontrando y encarcelando a todos los responsables, esta tragedia muestra con profundidad el estado de descomposición en el que se encuentra nuestro sistema político y su clase política que se ha adueñado del procesamiento corrupto, tramposo y ventajoso de todas las demandas políticas.

La tragedia muestra también el frágil estado de derecho que nos hemos dado, que no hemos sabido reconstruir luego de una pírrica alternancia político partidista, que sigue las directrices del tráfico de influencias, de la justicia selectiva, de la corrupta impartición de la ley. En México hay una adicción al quebranto de la ley. Ni el gobierno y sus gobernantes, ni los gobernados que se dicen ciudadanos, nadie respeta la ley, pero tampoco nadie exige y garantiza el respeto a la misma. La corrupción de nuestro estado de derecho es evidente.

Ayotzinapa muestra además, que el actual régimen político y su ordenamiento legal que divide los poderes del Estado ha involucionado, que ninguno de los tres poderes tiene capacidad de revertir el estado de descomposición al que se ha llegado, por el contrario se decantan por mantener el <em>status quo</em> podrido y rancio, donde la clase política y sus partidos políticos se han convertido en representantes del Estado ante la sociedad y no de la sociedad ante el Estado. La propuesta pactista del presidente Peña Nieto que busca [ahora sí] darnos un nuevo marco normativo que regule, castigue y persiga la corrupción política es una ficción que intenta nuevamente ganar tiempo, evadir responsabilidades gubernamentales de todos los niveles. La propuesta es un aborto, nace muerta, pues su fundamento no es democrático, no está germinando dentro de la ciudadanía, no es más que la construcción de un argumento político discursivo, que le permita a la actual clase política, dirigida por los priístas pero omniabarcante a todos los partidos, cubrir sus problemas de corrupción, expiar sus culpas políticas, paliar con analgésicos demagogos el dolor de los padres de los 43, el dolor de todos los que aún sentimos.

La tragedia de Ayotzinapa avizora más cosas. En principio vuelve a demostrar que el viejo-nuevo régimen no sabe, nunca ha sabido entender a los jóvenes, procesar por la vía pacífica sus demandas, incorporar a los circuitos de la política sus peticiones. Hoy la bandera de Ayotzinapa la tienen los jóvenes, los estudiantes, esa clase que no es alta, ni baja y mucho menos media, es la juventud estudiantil, son los desclasados. Esos que aún afirman y creen que la colectividad y solidaridad brinda dividendos. Las marchas, paros y protestas así lo demuestran.

Lo que ha pasado en Ayotzinapa permite visibilizar, el estado actual de la estructura de poder que existe en México. En ella, todos fallan, los que lo detentan y ejercen para servirse y no servir, los que lo delegan y no exigen nada a cambio, y los que lo quieren obtener por la vía criminal, por el de la violencia ilegítima. Asistimos a una transición a la democracia fallida y a una alternancia política funesta, el sueño democrático se esfumó en una pesadilla electorera y procedimental. Los ciudadanos cada vez son menos ciudadanos y los representantes cada vez representan menos. Todos se comportan igual pero quieren resultados diferentes. Ayotzinapa refleja lo fallido de nuestras instituciones, en todos sus niveles, pero también muestra lo fallido de nuestra sociedad, que presta a sus hombres y mujeres para delinquir, para asesinar a sus congéneres, para trastocar la ley. Sociedad y clase política se hunden en el hedor de su propia descomposición. El estado del Estado mexicano es más que alarmante, todos los elementos que lo integran están desintegrados, el régimen político, la clase política, el imperio de la ley, la partidocracia, el gobierno, el sistema político y su propia sociedad presentan signos graves de agotamiento, de desgaste, de pudrición.

La concordia, el resurgimiento del sentido de existencia colectiva y un nuevo y verdadero pacto social son quizá la salida más articulada y deseada, sin embargo, para llegar ahí es probable que aún no hayamos visto todo, quizá esto sólo sucederá hasta que el país se termine de desangrar.

Marco Arellano Toledo- @marellano7

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