Iniciada en 2008, después de alrededor de sesenta capítulos transmitidos a lo largo de cinco temporadas, Breaking Bad está por concluir.
Combinando complejas cuestiones morales con la crudeza de un realismo que raya en el sinsentido, la serie norteamericana ha sabido plantear atractivamente una intensa narrativa a través de grandes personajes, para alinearse con los mejores proyectos televisivos que se han realizado en los últimos años.
Breaking Bad aborda un proceso temporal de conversión hacia lo nuevo y lo desconocido. Por medio de su protagonista, Walter White (Bryan Cranston), se narra el cambio radical, aunque paulatino, de una persona cuya actitud ante la vida no ha sido otra que la de soportar cualquier cantidad de infortunios, no por algún tipo de estoicismo, sino más bien por miedo a propiamente al hecho de vivir.
La historia de una persona buena a la que le ha ido mal. Que ante la inminencia de ser diagnosticado con una enfermedad terminal, decide romper todo convencionalismo y emprender un arriesgado trayecto cuyas consecuencias tanto justifican como socavan sus supuestos fines.
Aprovechando la coyuntura, su vasta experiencia en el campo de la química le servirá para incursionar en el negocio de las drogas, comenzando a producir metanfetamina bajo una exclusiva fórmula cuya calidad rápidamente la posiciona en el mercado.
Buscando heredarle un patrimonio suficiente a su familia para cuando muera, Mr. White refrenda su comportamiento a niveles insospechados. Los cambios en su actitud escalan de manera vertiginosa sin saber hasta donde es capaz de llegar. Su lado oscuro se exhibe, no como excepción sino constante. Así el viaje lentamente relega al destino. Lo nuevo de forma inmediata deja de ser nuevo frente a lo inexplorado. Aquella persona que un día fue sensata y racional, abandona su cualidad de bueno para convertirse en malo.
Parecería entonces que una estrecha tradición dualistas generada por los antagonismos, donde las categorías importan más que sus propios contenidos, obliga indispensablemente a definirse. Negro o blanco. Liberal o conservador. Rico o pobre. Izquierda o derecha. Capitalista o socialista. Héroe o villano. Técnico o rudo. Bueno o malo.
Aquel lacónico versículo del evangelista Juan en el Apocalipsis (3:15-16), “…pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”, anuncia tajantemente, desde tiempos inmemoriales, ya no solamente lo limitado de las opciones, sino también la condena de los indefinidos.
En un mundo generalmente dividido en dos bandos, cualquier otra posibilidad que intente matizar lo que se plantea, es desplazada o reducida hacia alguna pauta concreta establecida con anterioridad.
Deleuze llamó a dicho fenómeno “síntesis disyuntivas”. Excluyendo la capacidad de afrontar una oposición, la existencia de elementos divergentes que obtienen su propia identidad a partir de la diferencia, vienen a provocar una ruptura en los procesos de alineación dual del discurso. Así se amplían las posibilidades para evitar asfixiar un tema que en principio ya se nos ha presentado sesgado.
Siguiendo esas ideas, el momento preciso en que Walter termina por convertirse en otro es difuso. Su transformación al mal es debatible o acaso incierta. Pues a pesar de ir desplegando en su personalidad un carácter violento y desquiciado, muchas de sus acciones, que para nada resultan justificables, terminan por parecer comprensibles. Derrumbando ese muro que tajantemente separa un extremo del otro.
El protagonista de la serie actúa haciendo que lo malo a veces no parezca tan malo. Imposibilitando su categorización. Porque ese personaje sumiso y subyugado que se redime, conjuga la perfecta ambivalencia del anti-héroe. De quien todos somos reflejo pues bajo determinadas condiciones y circunstancias llevadas al extremo, cualquier persona actuaría creyendo que sus acciones se encuentran todavía dentro de los parámetros de lo aceptable, ya no importando que lo sean para una colectividad o para los estándares de un incuestionable imperativo moral, sino exclusiva e íntimamente respecto de uno mismo.
Walter White no termina de ser un villano porque su transformación es continua. Inacabada. Porque las circunstancias que se conjugan para orillarlo a decidir ese cambio en su vida demuestran que el mal no siempre encuentra consonancia e identidad con cánones inequívocos o patrones estáticos. Todo proceso acarrea la amenaza de lo incierto. El quiebre de las categorías y por ende la dispersión de los significados.
De ahí entonces que traducir el título de la serie no sea opción. Porque el intento más pocho acaso sería: “Convirtiéndose al Mal”, “Ruptura Siniestra” o “Volviéndose Malo”. Porque en este caso el lenguaje no cumple su función de esclarecer y desentrañar el significado de las palabras. Porque lo malo para Walter White no es así. Las excusas de unos son las motivaciones de otros y lo nuevo no necesariamente es mejor.
Precisamente por eso el escenario donde ocurre la serie es el estado norteamericano de New Mexico. No Nuevo México, sino un México nuevo, donde la droga se fabrica bajo los estándares más altos de calidad, su distribución corre a cargo de empresas posicionadas en el mercado, sus líderes del narcotráfico no ostentan sus riquezas ni su poder y el Kentucky Fried Chicken se come con chile, tomate y cebolla. La analogía es manifiesta.
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