A cuatro años de la reforma de derechos humanos

Este 11 de junio se cumplieron cuatro años de la vigencia de la reforma al artículo 1° constitucional. Reforma garantista y progresista que no se surte con el solo hecho formal de estar vigente, sino que es importante que sea una realidad, principalmente por parte de los poderes ejecutivo y judicial, para que no se convierta en una simple reforma de papel.

 Por lo que respecta al poder judicial, es más que conocida la resolución a la Contradicción de Tesis 293/2011, que por un lado nos alienta, cuando coloca en un mismo nivel a los derechos humanos tanto de fuente constitucional como internacional, lo que conforma el llamado bloque de constitucionalidad y que la resolución en cita denominó “parámetro de control de regularidad constitucional”; sin embargo, también nos desalienta cuando señala que si existe una restricción en la constitución mexicana se atenderá a esta restricción y no a lo que contemplen los tratados internacionales en materia de derechos humanos. Decisión contradictoria que deja de observar los artículos 1, 2 y 29 de la Convención Americana de Derechos Humanos.

Las decisiones de nuestro máximo tribunal constitucional, lejos de marcar un rumbo más definido a todos los jueces del Estado mexicano –que adquieren ahora obligaciones para el control difuso de constitucionalidad–, generan contradicción en estos, cuando resuelven casos que distan de la observancia a los principios pro persona y de progresividad, principalmente con decisiones como la de declarar constitucional el arraigo; o las razones esgrimidas en el cumplimiento de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) en los casos de Inés Fernández Ortega y Valentina Rosendo Cantú (Varios 1396/2011), pues a pesar de que el Tribunal Pleno argumentó en la Contradicción 293/2011, que la jurisprudencia de la CoIDH es obligatoria para los tribunales mexicanos siempre que resulten más favorables a los derechos reconocidos a favor de las personas, la discusión se centró en el análisis de los derechos que tomó en cuenta la CoIDH para contrastarlos con los reconocidos en nuestro ordenamiento constitucional y de ahí concluyó que debe atenerse a las restricciones que permite nuestra Constitución. Con ello colocó a la Constitución por encima de la Convención y dejó de reconocer la jurisprudencia del tribunal internacional.

Esto genera problemáticas en la práctica cotidiana de los tribunales, para la recepción y aplicación de la reforma del artículo 1º constitucional, pues al no tener un rumbo definido, los jueces optarán por seguir resolviendo con sus normas locales correspondientes y dejarán a los tribunales superiores de revisión y estos a los de amparo, el control de constitucionalidad o convencionalidad de la normativa aplicable a un caso concreto. Es decir, exactamente lo que se hacía antes del 10 de junio de 2011, antes del Varios 912 y antes de la Contradicción 293. Entonces ¿Cuál reforma? ¿Cuál progreso en el respeto a derechos humanos en todos los niveles?

Aunado a lo anterior, cuatro años después seguimos escuchando en los cursos de actualización el mismo discurso de cuando vio la luz el nuevo artículo 1° constitucional. No se reflexiona, ni mucho menos se aplica, una metodología para realizar adecuadamente el control al que sometemos los preceptos ordinarios y el contraste con las normas que contienen derechos, para así saber detectar los problemas jurídicos y, por ende, saber resolverlos. Es práctica reiterada querer inaplicar las normas, cuando la mayoría de los casos pueden tratarse de armonización del ordenamiento jurídico a través de la interpretación conforme y aplicación del principio pro persona.

Lo anterior lo advierto en las clases que imparto sobre argumentación jurídica, en donde analizamos casos reales ya resueltos, en los que es evidente una carente metodología donde abundan interpretaciones inadecuadas que llevan a resultados inaceptables.

Y si así están las cosas en el poder judicial, qué decir del Ejecutivo al menos con los emblemáticos casos de Tlatlaya y Ayotzinapa, que dan la sensación de que no hemos avanzado, ni siquiera legislativamente, en el reconocimiento al respeto de los derechos y las libertades.

Por último, en la nueva era de los derechos, de la protección de datos, de la privacidad, intimidad, etcétera, es ya un lugar común, infortunadamente, la ilegal intervención en las comunicaciones privadas que, con cualquier tipo de interés, se filtran intencionalmente a la sociedad en general. Si bien es la era de los derechos, los avances tecnológicos, lo sofisticado de nuestros aparatos electrónicos y el fácil acceso a ellos, permiten en cualquier situación captar imágenes o grabar conversaciones para después utilizarlas indebidamente. Y ni qué decir de nuestros datos supuestamente protegidos, que nos damos cuenta que no lo están: instituciones privadas nos llaman para ofrecernos servicios, adquisición de seguros o tarjetas y no sabemos cómo obtuvieron nuestro número telefónico o nuestra dirección.

Lamentablemente el tema de los derechos humanos sigue siendo meramente discursivo, porque institucionalmente, a cuatro años, no existen las condiciones para que sean una realidad.

Dijo Ronald Dworkin: hay que tomarnos los derechos en serio.

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