El cuento de las fotomultas

Mercurio Cadena/ @Hache_g

Coordinador de proyectos digitales  en Borde Jurídico

  Las abogadas somos cuentacuentos. Construimos historias a partir de lo que viven nuestras clientas y/o las jueces (o autoridades, pues), teniendo como horizonte un gran cuento llamado “ley”. Ya sea que esa cuento nos sirva para comparar nuestras historias de manera persuasiva para que una juez crea que son – o no- equivalentes (litigar); o que el horizonte nos sirva para moldear las “historias” que les recomendamos a nuestras clientas para sus procesos personales o corporativos (consultoría), en el fondo producimos y reproducimos cuentos basándonos en ciertos moldes narrativos dotados de cierta relevancia social. Más que cuentacuentos, somos brujas. Las cuentacuentos hilan virutas de palabras que se vuelven arte. Nosotras diseñamos cuentos que legitiman acciones (la mayor parte de las veces sólo acciones “potenciales”) en la realidad. Decimos palabras para que se transformen en regulación y sanción, normas; comandos pretendidamente democráticos y “objetivos” en cuanto tales. Nos pagan, en breve, por conjurar la realidad; o al menos por intentarlo (y sabemos bien cobrar por la temeridad de hacerle a la magia negra, seamos exitosas o no). Las fotomultas son una variable interesante en nuestra ecuación esotérica. Las fotomultas son a las brujas jurídicas lo que los altavoces a las cuentacuentos: herramientas que nos permiten hacer llegar nuestros conjuros a rincones previamente insospechados. Decimos desde la ley: “érase una vez una ciudad en la que nadie podía conducir un armatoste a más de 80 kilómetros por hora”, y ¡rebus sic stantibus!; mediante una fotito más o menos calibrada (y una revisión previa por parte de oficiales de la Secretaría de Seguridad Pública[1]), transformamos ese mito en cuentitos que cuestan de 699 a mil 399 pesos más algunos puntitos negativos en la historia de nuestra conducción quezque licenciada. Hay, qué necesidad hay de aclararlo, críticas que viven más de hablar de lo que otras hacen y dejan de hacer que de hacer algo por su cuenta. No se me malinterprete: son esenciales en la construcción de mejores cuentos; muggles con licencia de andar el reino mágico-legal siempre que aporten un servicio de franco monitoreo. Y estas críticas han dicho que el cuento legal antes descrito va en contra del Gran Mito Fundacional de esta Magna Nación, que es la Constitución: El cuento máximo del que ningún conjuro, sea legal, reglamentario o de cualquiera índole, puede separarse del cuento fundacional, so pena de anular, de origen o a posteriori, los efectos del hechizo. Para ello, las fieles muggles han utilizado dos explicaciones (que son, a su vez, ¡nuevos cuentos! A las abogadas se nos va la vida entre historias…): la primera, que la vidaperdurable varita cibernética con la que este hechizo es lanzado anda de un calibre espantoso, pues siendo única responsable quien conduce (dice la narradora de la historia), este conjurito lanza sus rashos láser del deresho a la conductora y a la dueña ¡al mismo tiempo! gracias al invento de una inverosímil y tediosa ramificación de cuentería que depende del aburrido concepto de “responsabildiad objetiva”. Estas crápulas se han inventado el cuento de que algunas cosas son tan riesgosas que sus dueñas deben responder cuando estos riesgos, suceden; independientemente de que hayan actuado o no en el hecho. Yo francamente discrepo con las críticas. A mí me gusta mucho el cuento del riesgo de los automóviles y de su control mediante la responsabilidad de las dueñas. Y me gusta porque esa historia se vuelve preámbulo de otras mucho mejores para peatones, ciclistas y usuarias del transporte público; es decir: para la gran mayoría de la gente que camina este cúmulo de historias al que llamamos Ciudad. Donde podría haber desenlaces de terror que involucran muerte y destrucción, nuestro preámbulo detona historias de espacios compartidos, vidas dignas y tiempos razonables. Y además, como cuentista he de decir, que me parece que esta narrativa es más consistente con el Gran Mito Fundacional que exige que sus historias hijas giren en torno a la protección de la vida, la protección de la salud y al implícito derecho a la Ciudad. La otra explicación es que este hechizo de las fotomultas representa una inconsistencia con el capítulo catorce de nuestro Gran Mito Fundacional que, entre otros cuentos, trae la historia del derecho de audiencia. Se dice, palabras más y palabras menos, que nadie puede recibir los efectos negativos de un conjuro jurídico sin antes tener derecho a reconjurar; a defenderse del ataque con hechizos de defensa. Con esto, estoy de acuerdo, y recomiendo lo que ya hemos recomendado en otros cuentos[2]:          lancemos un hechizo que contenga un argumento temporal, que no pueda ser recibido por el personaje conjurado sino hasta que transcurra un plazo razonable en el que podrá defenderse; tras el cual, si no hubo reconjuro, se asumirá que acepta los efectos mágico-sancionadores (a veces se describe este tipo de hechizos como un acto administrativo afirmativa ficta). Esto es una posible línea narrativa para uno de los cuentitos reglamentarios, o ya cuando menos para uno de nuestras historias más chiquitas de nuestro entramado narrativo, que son las normas oficiales mexicanas (todavía pendientes en el caso de las fotomultas). Con esto, cuentacuentos, brujas, habitantes y hasta muggles de la Ciudad podrán gozar todas de historias más lindas que se apeguen mejor al gran mito constitucional que a todas nos gustaría habitar, aunque fuera de vez en cuando.
[1] Aquí hay espacio para un cuento posterior: ¿se imaginan que no fueran las oficiales las que determinaran las sanciones, sino algoritmos de reconocimiento de imagen que calificaran violaciones al reglamento de tránsito? Un mundo nuevo se abre frente a nuestros ojos… Y no necesariamente es un mundo bello. ¡Aunque quizá sí! [2]http://derechoenaccion.cide.edu/las-fotomultas-una-lectura-critica-y-constructiva/.]]>

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