Autores
Volga de Pina / @pulgarebelde
Alejandro Jiménez / @alejandrojimp
No es casual que el proceso de aprobación de la Ley reglamentaria del artículo 29 constitucional en materia de suspensión de derechos y garantías cause confusión y hasta miedo en varios sectores. Nuestro país atraviesa hace ya una década una situación que pone en gran entredicho nuestra calidad democrática, en el entendido que toda democracia va de la mano con los derechos humanos, y estos no están en su mejor momento, digan lo que digan las desatadas lenguas apologistas.
Mientras que en Estados Unidos, por razones distintas, se comenzaba a perfeccionar un discurso de emergencia focalizado hacia el combate al terrorismo, el incremento y transformación de la criminalidad entre 2006 y 2007 eran evidentes en México. En ese tiempo, en nuestro país, comenzó a fraguarse un sistema penal excepcional endurecido dirigido a la delincuencia organizada, que fue ganando terreno normativo y amplitud discrecional, si tenemos en cuenta que la premisa es que más de tres ya somos célula delincuencial.
La estrategia de seguridad iniciada por Felipe Calderón, hoy ampliamente criticada, se construyó en base a este discurso de emergencia; llegó a tal grado que el mandatario declaró la “guerra” contra el crimen organizado, haiga sido como haiga sido, sin siquiera someter esta costosa decisión al escrutinio de al menos otro de los poderes. Las reformas constitucionales previas al 2008 llevaron el régimen de excepción a distintos artículos de la constitución, pasando por alto que el artículo 29 constitucional y su ley reglamentaria, eran los lugares técnicamente adecuados para establecer estos esquemas.
Poco a poco nos acostumbramos a figuras excepcionales inconstitucionales como los retenes militares y cuestionablemente constitucionalizadas, como el arraigo, todas justificadas en una lógica de emergencia, pero cuyo paso previo tenía que ser una declaración de suspensión de garantías.
Los estados de excepción o de suspensión de garantías no son intrínsecamente malévolos ni son un sinónimo de dictadura. De hecho, son legales y cabe decir que hasta necesarios en algunos casos. Pero claro, estos deben tener límites. Si los derechos humanos tienen límites, sus límites también tienen que tener límites. La suspensión de derechos está prevista en muchos tratados internacionales y en legislaciones de una inmensa cantidad de países, para diversos fines (control de epidemias, desastres, desabasto de medicamentos, conflictos bélicos internos o externos).
Es lógico que pensemos siempre que todo será usado en nuestra contra. Tenemos razón en desconfiar, nuestra historia nos respalda, pero esta vez hay que tener en cuenta que la falta de una regulación clara respecto a este tema marcó las condiciones en las que el orden constitucional se subvirtió en nuestro país y se normalizó la ilegalidad, la discrecionalidad y la impunidad de muchos crímenes.
Se creó un estado de excepción de facto, que se institucionalizó y del que nadie rinde cuentas, ni nadie tiene cómo pedir cuentas. Se decidió no asumir los costos políticos de suspender derechos y establecer las condiciones legales del estado de excepción con base en el 29 constitucional y los principios que rigen a tal situación, que hubieran evitado un estado de guerra sin fin, pues se hubiera establecido temporalidad, objetivos, derechos no susceptibles de suspenderse y un largo y deseable etcétera.
El artículo 29 constitucional es muy claro: el régimen de excepción –la suspensión de derechos y garantías- debe estar limitado a un tiempo y lugar determinado, en donde se suspenden determinadas garantías para enfrentar una emergencia, dependiendo de cuál sea esta. Para el combate a la delincuencia organizada podría suspenderse la inviolabilidad del domicilio o libertad de tránsito durante un tiempo y en una región del país determinada, por ejemplo, mientras que para enfrentar una epidemia podrían suspenderse derechos de propiedad industrial y liberar la distribución de un medicamento de patente.
Quizá pequemos de optimistas o de conformistas, pero hoy preferimos que las cosas tengan nombre y anclaje jurídico. Hoy en día es mejor con ley que sin ley. Si el hubiera existiera, y esta ley hubiera existido antes, podríamos exigir al menos cuentas, controles, o experimentar litigios para acotar los operativos, la permanencia de las fuerzas armadas en ciertas regiones, y demás. Podríamos revisar límites sustanciales, temporales y territoriales. Podríamos escuchar al menos las razones que se tienen en cuenta para tomar una decisión tan riesgosa como sacar a los militares a las calles. Sí, el régimen de suspensión de garantías es en sí una paradoja porque en esta figura radica el último resquicio de la vigencia constitucional, por eso su necesidad.
Pero como el hubiera no existe, la pregunta es ¿servirá esto? ¿Qué pasará con todas las figuras propias de un estado de excepción que están en artículos constitucionales diversos al 29? ¿Esta ley guardará a los soldados en los cuarteles de una buena vez? Ya no hay ley que borre lo que ha pasado, que es bastante, pero cuando menos tendremos la certeza de que si piensan declarar la guerra, lo harán con todas sus letras. Y además, tendremos elementos para cuestionar la legalidad de este régimen de excepción tan sofisticado y complejo por la ausencia real de contrapesos.
De aprobarse la ley, un mandatario incomprendido no podría mandarnos a una guerra que no es guerra de un plumazo, sino que tendría que someterse a control legislativo y judicial. Aquí, el tema a debatir es si los controles previstos por la iniciativa son realmente efectivos si tenemos en cuenta que nuestros poderes legislativo y judicial no son precisamente independientes. Además, claro, el problema será como siempre el uso que se dé a esto. Hay vicios interpretativos nacionales que permitirán torcer las causales como la perturbación grave de la paz pública o el grave peligro o conflicto. Esto es lo que hay que vigilar.
El estado de excepción de facto que opera en el país se sofisticó a tal grado que provocó una crisis de la legalidad en la esfera pública acelerando los procesos de desplazamiento del poder político a sedes invisibles, sustraídas a los controles políticos y jurisdiccionales, que terminó por generar un aumento descontrolado de la discrecionalidad de los poderes públicos encargados de la seguridad. ¿Esto se corregirá por decreto? Veremos.
]]>
Comentarios recientes