Arturo Zendejas Domínguez / @ArturoZendejas_
La democracia es la forma de gobierno en la que el número más amplio de personas participa directa o indirectamente en la toma de decisiones colectivas. Es lejano su origen puesto que su antecedente nos remite a más de 2500 años en la antigua Grecia, en donde se practicó una democracia directa, ya que todos los que eran considerados ciudadanos participaban de una manera constante y directa en la toma de las decisiones políticas.
Sin importar los remotos orígenes de la democracia, después de su declive en la antigüedad desapareció en la práctica por más de dos mil años. Fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial cuando diversos países occidentales la comenzaron a adoptar de nueva cuenta como forma de gobierno. Pero, a diferencia de los antiguos, surge como una democracia representativa en donde los ciudadanos no son los que toman las decisiones directamente, la ciudadanía no legisla ni gobierna, sino que su función primordial es elegir, mediante el sufragio universal, a sus gobernantes y representantes para que éstos tomen las decisiones que atañen a la sociedad.
Así, la democracia moderna o representativa, a diferencia de la antigua, nace con una gran expectativa por parte de la sociedad puesto que se le considera como la mejor forma de gobierno; sin embargo, en los últimos años se ha observado una crisis de legitimidad de los gobiernos democráticos debido a que los funcionarios elegidos democráticamente, en muchas ocasiones, no representan los intereses de la mayoría de las personas ya que llegan al poder por el apoyo de diversas empresas tanto nacionales como extranjeras y por lo tanto los congresos se ven cooptados por ellos, lo que ocasiona una falta de credibilidad en las instituciones públicas, aunado al deterioro en la imagen que han tenido algunos actores indispensables en las democracias representativas como son los partidos políticos.
Este déficit en la calidad, tanto de la representación democrática como del sistema partidario, ha provocado una apatía y desconfianza de la ciudadanía hacia los asuntos públicos, lo que deriva en una escasa participación ciudadana fuera del ámbito privado, puesto que muchas veces la participación política de la sociedad se reduce únicamente a elegir, en el mejor de los casos, mediante el voto, a los representantes que los gobernarán.
Prueba de lo anterior, y de acuerdo con el Latinobarómetro, América Latina es la región del mundo donde se tiene el menor grado de satisfacción con la democracia pues, de los 18 países analizados, tan sólo en 4 (Uruguay, Ecuador, Argentina y República Dominicana) la mitad o más de la mitad de la población se encuentra satisfecha con la democracia. Por su parte, México es el país con el menor grado pues tan solo el 19% de la población encuestada se encuentra muy satisfecho o satisfecho con esta forma de gobierno. Con ello tenemos que el promedio de satisfacción en América Latina con la democracia es del 17%.[1]
Asimismo, el promedio de la región que considera a la democracia como la mejor forma de gobierno es únicamente del 56%, en donde paradójicamente Venezuela cuenta con el nivel más alto con el 84% y Guatemala el más bajo con el 33%. México se encuentra por debajo de la media, puesto que sólo el 48% de los encuestados considera que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno.
Como se puede observar, y enfocándose únicamente en México, los niveles tanto de la satisfacción de la democracia como la percepción que se tiene de ésta como la mejor forma de gobierno son muy bajos. Esto se puede deber a que los niveles de confianza en términos generales en el país son muy bajos; por ejemplo, de acuerdo con cifras del “Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México” sólo el 27% de los mexicanos considera que se puede confiar en las demás personas; esto significa que tan sólo 3 de cada 10 personas confía en los demás.[2]
Para lograr revertir lo anterior, se han dado diversas demandas solicitando que el “poder regrese al pueblo” puesto que, como lo señalaba Rousseau “el soberano no puede ser representado sino por sí mismo, so pena de perder el poder y que el pueblo es libre en la medida en que no delega el ejercicio de su soberanía en asambleas legislativas (…)[3]”. Por ello, se ha visto una tendencia a introducir mecanismos propios de una democracia directa, tales como la consulta popular (plebiscito y referéndum), la revocación de mandato, la iniciativa popular, entre otros, para que la ciudadanía pueda tener una mayor injerencia en la toma de decisiones.
Por lo tanto, los Estados actuales empiezan a fusionar el modelo de democracia representativa con el de la democracia directa, lo cual podría ser benéfico puesto que éstos no son modelos alternativos ni se contraponen el uno al otro; sino todo lo contrario, son dos sistemas que pueden integrarse recíprocamente. Con esto se pretende involucrar de una manera más cercana a la ciudadanía con el proceso de decisión política, además de ampliar el ámbito en el que se toman las decisiones y, así, se podrían crear más espacios de discusión.
Además, no obstante el déficit que está pasando la democracia, se considera que sigue siendo la mejor forma de gobierno hasta ahora conocida, puesto que ha sido indispensable para el ejercicio y protección de los derechos humanos y en la mayoría de las ocasiones ha cumplido con una de sus funciones primordiales: que exista una transición pacífica del poder, así como producir decisiones colectivas con el máximo de consenso y con el mínimo de disenso.
Se tiene que apostar por fortalecer a la democracia y no pugnar por sistemas autoritarios o anárquicos. Así que el objetivo es eliminar la noción de que la única función que tiene la población es elegir a sus representantes. Por ello, se tiene que lograr una ciudadanía que se adueñe de la agenda política, que le dé seguimiento a los asuntos públicos, que los discutan y analicen para poder crear contextos de exigencias a sus gobernantes.
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