La palabra infierno ha sido muy apropiada para narrar los tormentos que padecieron los estudiantes de Ayotzinapa, también para describir el dolor que viven sus familiares. Para abrir las puertas del infierno, siguiendo con la metáfora, se necesita a mucha gente: criminales profesionales, policías coludidos, presidentes municipales, burócratas y funcionarios corruptos. En estos días se ha escrito y hablado profusamente sobre las responsabilidades penales de estos personajes; la pregunta que se ha perdido en la marisma de interrogantes es ¿qué permitió que pasara esto en Ayotzinapa? Sin duda, lo que hizo posible que el ex presidente municipal de Iguala y sus esbirros cometieran estos crímenes, fue lo mismo que permitió la ejecución de 21 personas en Tlatlaya a manos del ejército mexicano en junio de este año; lo que posibilitó que cerca de 300 personas desaparecieran en Allende, Coahuila en marzo del 2011, y que 72 migrantes fueran asesinados en agosto del 2010 en San Fernando, Tamaulipas: la impunidad. Sí, la falta de castigo es la razón, pero ¿esta impunidad es explicable sólo por la ineptitud de las instituciones de procuración de justicia? O, por el contrario, ¿es una cuestión deliberada?
El desinterés por la seguridad de parte del gobierno federal ha sido evidente en el sexenio del presidente Peña Nieto; que no se hablara del tema parecía ser la estrategia, llamando la atención sobre otros asuntos que se antojaban prioritarios. Así, parecía que las cosas simplemente, al soslayarse, dejarían de ser importantes. Craso error. Pero, permítanme ir más allá y tomar en serio una hipótesis distinta: el gobierno se siente cómodo, o incluso participa deliberadamente en lo que podría significar una limpieza social ejecutada por el crimen organizado y, cuando menos en los casos de Ayotzinapa y Tlalaya, realizada directamente por agentes estatales. Si esto es así, estaríamos ante los crímenes de Estado (por acción u omisión) más graves vividos en México, después de la Revolución de 1910. La estrategia sería así, eliminar al enemigo, abatirlo, para usar la jerga del ejército.
No, no esperen que aporte aquí pruebas de esta hipótesis que cobra cada vez más sentido entre personas defensoras de derechos humanos, acostumbradas a ver de cerca el infiernito mexicano. Lo que sí haré es hablar de algunos indicios que me hacen suponer tal cosa.
Las instituciones clave encargadas directamente de luchas contra el crimen organizado han permitido a ciertos grupos criminales operar con libertad (aunque no a todos, eso es cierto). Ahora sabemos que la Procuraduría General de Justicia de Guerrero conocía el tipo de crímenes cometidos en Iguala y en Cocula, y esa información debió conocerla la Procuraduría General de la República (PGR) que mantiene una delegación en el Estado. La PGR, sin embargo, no actuó en consecuencia. En Tlatlaya, los militares fueron protegidos por el gobierno federal, que negó la hipótesis del fusilamiento hasta que resultó imposible seguir haciéndolo. Encubrir parece ser más bien la práctica común, parte de un protocolo perverso. Ocultar de forma sistemática puede tener tras de sí la verdadera “política anticrimen”: la limpieza social.
No sólo la PGR y las procuradurías estatales son piezas clave en este entramado de impunidad. Sin duda, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) ha jugado un papel protagónico en la construcción de la impunidad. La CNDH no ha intentado seriamente terminar con la torturas cometidas por militares en contra de presuntos miembros de la delincuencia organizada, pues sus recomendaciones han sido tibias y nunca hacen mención de la sistematicidad con la que se comenten. No se ha pronunciado en contra del papel del ejército en contra del crimen organizado. Una de las consecuencias de esto son los crímenes cometidos en Tlatlaya. La CNDH nunca se manifestó sobre las violaciones a derechos humanos consecuencia de la llamada guerra contra las drogas. El hasta hace unos días presidente de la CNDH, Raúl Plascencia Villanueva y su antecesor, José Luis Soberanes, jugaron así al juego de la impunidad.
Si mi hipótesis de la limpieza social es falsa, y espero que así sea, el gobierno del presidente Peña Nieto, tendría que realizar acciones diferentes a las que se han tomado hasta ahora. Ciudades como Iguala, que viven bajo el yugo criminal, no pueden esperar una tragedia para que nos enteremos de más tinglados construidos con corrupción y complicidad. La investigación que permita prevenir el infierno será básica en la conformación de la Fiscalía Nacional de la República que sustituirá a la PGR. Un cambio es indispensable también en la CNDH; el nuevo ombudsperson nacional, Luis Raúl González Pérez, deberá demostrar firmeza en la aplicación de los más altos estándares en materia de derechos humanos, tendrá que luchar contra los abusos del poder y, junto a las organizaciones de la sociedad civil, habrá de ser el portavoz de las víctimas de violaciones a derechos. Lo contrario, la complicidad y la complacencia, dejarían las puertas abiertas a nuevas tragedias.
*Mario Santiago Juárez es miembro fundador de la organización i(dh)eas, Litigio Estratégico en Derechos Humanos, A.C.
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