Estimulada por las preocupaciones éticas en el mundo empresarial, a partir de la década de los ochenta del siglo XX, la regulación de aspectos morales en el ejercicio del derecho se instaló de pronto como prioridad en la agenda de múltiples instituciones a nivel mundial. Así, una eclosión de códigos e instrumentos apareció súbitamente en escena proponiendo postulados éticos en la abogacía.
Si bien es cierto que desde épocas antiguas han existido normas de carácter general relativas a regular el ejercicio profesional de los abogados, el auge por su codificación es un fenómeno que resulta novedoso.
La deontología jurídica parece erigirse uniformemente y en términos tradicionales, sin contemplar las actuales transformaciones de la profesión, generando que este tipo de postulados éticos, resulten ineficaces ante las necesidades de las personas que requieren los servicios de un abogado.
Como son los propios abogados quienes formulan los códigos respecto a cómo debe ser su desempeño profesional -porque supuestamente son los que mejor están preparados para determinar qué son las buenas prácticas y así prestar un mejor servicio- la lógica plasmada en los mismos proviene exclusivamente desde ellos y para ellos. Es decir, usualmente personalidades destacadas de la profesión, miembros del gobierno en turno, académicos, y demás individuos que tienen que ver directamente con el campo jurídico, son quienes conforman los equipos cuya misión es articular los códigos éticos. Si hay temas dentro del derecho, que por su propio nivel técnico conllevan su estudio particular de forma poco accesible para quienes no han tenido relación con la materia, eso de ninguna manera justifica la segregación a la que son sometidos quienes no ejercen la abogacía, sobre todo en este tema en particular.
Y así, por lo general, la profesión utiliza los códigos éticos para proteger a la propia profesión más que a la sociedad, porque al fin y al cabo quienes deben conocer estos instrumentos son ellos mismos. Como menciona Adela Cortina, parecería no importar que “los usuarios son los que experimentan la calidad del servicio prestado y, aunque no conocen la trama interna de la profesión, resultan indispensables para determinar qué prácticas producen un servicio de calidad y cuáles no.”[1]
Al intentar monopolizar el derecho para regularlo y establecer condiciones para su ejercicio, los abogados han terminado por sitiarlo; haciendo de la separación una virtud, el hermetismo en estas cuestiones en específico no hace más que impedir la difusión de la deontología a quienes no se encuentran diariamente vinculados de manera directa con el derecho, pero son el motor del mismo.
Javier de la Torre menciona que en ocasiones “la ética promociona la imagen, el status profesional y legitima el monopolio. La calidad de los servicios profesionales rara vez es autocrítica y se establece un muro de silencio tras el que se alberga un feudo de impunidad para las deficiencias y negligencias profesionales”.[2] Y en ese sentido, a pesar de que los códigos deontológicos se ocupan de los aspectos sustanciales del ejercicio profesional (a diferencia de los reglamentos que regulan los aspectos más superficiales de un trabajo), la efusiva eclosión de postulados éticos en el campo jurídico no ha hecho más que acrecentar la brecha entre abogados y personas que requieren sus servicios.
El componente ético es un factor que influye de manera determinante para lograr que los grandes despachos tengan a sus clientes contentos al momento de explayar sus problemas ante los abogados; sin embargo, cuando se presentan las referidas complicaciones, la deontología jurídica resulta una herramienta poco eficiente para dichas cuestiones por su nula transversalidad.
David Luban ya ha advertido sobre la discrepancia entre la teoría y la práctica en la ética jurídica. En efecto, cuando los códigos deontológicos de la profesión son casi totalmente individualistas en su enfoque, el tratamiento otorgado a los abogados como únicos encargados de tomar decisiones en sus labores, desatiende los cambios provocados por el actual contexto en las dinámicas de una persona cuando trabaja en un gran despacho o una organización colectiva que suscitan que la lealtad se enrede y la responsabilidad personal se vuelva difusa.
Si bien es cierto que la deontología jurídica surge como consecuencia del Estado de Derecho, pues esta no es otra cosa que la garantía de un pacto entre quienes ejercen la abogacía y el Estado, también lo es que la pérdida del protagonismo de este último ha conducido a una amplia resignación jurídica, en la que es el mercado quien se ocupa no solo de definir la eficacia, sino también el bien común y la justicia, como bien afirma Domingo García-Marzá.[3] Al confiar en la autorregulación, como característica distintiva de la ética jurídica, indirectamente se está encomendando al mercado los vaivenes de los abogados.
Dicho de otro modo, cuando gran parte de los grupos de poder del actual sistema contemplan al derecho como el mecanismo idóneo para tutelar sus intereses, los abogados, bajo dicha lógica, son visualizados como guardianes de la tradición legal que facilitan a los poderes dominantes reafirmar su autoridad e influencia. Los postulados éticos existentes para regular sus conductas vienen a subrogar al Estado, ofreciendo una pretendida legitimidad moral al ejercicio de la profesión.
Ante la ausencia de un Estado capaz de proporcionar la dosis de confianza necesaria a distintas actividades de gran influjo social, como es la abogacía, el auge ético se presenta como un esfuerzo insuficiente por adecuar los estándares morales de la profesión frente a las nuevas condiciones que se despliegan, anhelando así subsanar sus carencias estructurales. La efervescencia ética que actualmente se propugna en México respecto al ejercicio de la abogacía, en el marco de la reforma constitucional en materia de colegiación y certificación obligatorias, devela más que un verdadero mecanismo de defensa a problemáticas concretas, una chantajista estrategia publicitaria que ha de servir para acrecentar las desigualdades y los conflictos entre quienes se ven inmersos en nuestro abstruso sistema de justicia.
[1] CORTINA, Adela, “Profesionalidad”, en CEREZO GALÁN, Pedro (ed.), Democracia y virtudes cívicas, Biblioteca Nueva, Madrid, 2005, p. 376.
[2] DE LA TORRE, Javier, Deontología de abogados, jueces y fiscales. Reflexiones tras una década de docencia, Biblioteca Comillas Derecho, Madrid, 2008, p. 66.
[3] Vid. GARCÍA-MARZÁ, Domingo, “La ética empresarial como ética aplicada: una propuesta de ética empresarial dialógica”, en AA. VV., Retos pendientes en ética y política, Trotta, Madrid, 2002, p. 255.
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