Carlos Soto Morales / @CarlosSotoM
Muchos de los actos que realizamos a diario están regulados por el derecho, sin que seamos conscientes de tal situación; lo mismo ocurre cuando respiramos, lo hacemos pero no pensamos en ello. Si compramos una golosina en la miscelánea de la esquina, estamos celebrando un contrato de compraventa, regulado por el Código Civil. Si nos casamos, realizamos un contrato solemne ante el Estado, adquiriendo derechos y responsabilidades; inclusive, sin esa formalidad, el sólo hecho de que dos personas vivan juntos encuadra en las figuras de concubinato o amasiato, que también acarrean consecuencias jurídicas. Al tener hijos, las normas establecen una serie de obligaciones y derechos, tanto a aquéllos como a los padres. Si vamos a trabajar nos encontramos bajo un gran número de supuestos que prevé, por ejemplo, la Ley Federal del Trabajo. Ya no se diga cuando acudimos a alguna oficina de gobierno a realizar algún trámite, como la expedición de una licencia de conducir o a pagar impuestos, como el predial o la tenencia vehicular, pues en este caso nos sumergimos en el vasto mundo del derecho administrativo.
De esta manera, un número considerable de las acciones que llevamos día a día se encuentran reguladas por las leyes, previendo, en determinados casos, repercusiones legales para el caso de que nuestro actuar no se sujete a lo que ha dispuesto la norma. Pero esta relación no se agota con la vinculación que existe entre la sociedad y la ley, sino que también abarca a la existente con los tribunales en nuestra vida diaria.
En todas las sociedades modernas existen dos clases de personas: 1) las que se relacionan directamente con los tribunales; y 2) las que se relacionan con ellos (los tribunales), pero no lo saben. Dentro del primer supuesto encontramos a muchísimos operadores del derecho, tales como abogados postulantes, autoridades, legisladores, académicos, peritos o personas que en su actuar cotidiano, debido a su profesión, tienen la necesidad de acudir a los órganos jurisdiccionales de manera cotidiana. En este grupo también encontramos a personas que, sin estar relacionadas con el estudio o aplicación del derecho, se ven envueltos en una contienda judicial, como sería el caso de los padres que se están divorciando o reclaman cuestiones inherentes a la custodia de menores y pensión alimenticia; el empresario que acude al amparo para controvertir un impuesto; el individuo que es acusado por el ministerio público de haber cometido un delito; las personas que denuncian un juicio sucesorio, etcétera.
Por otra parte, muchas otras personas pueden pasar toda su vida sin la necesidad de comparecer ante un juez. Esta parte de la sociedad es la que integra el segundo grupo de individuos al que hice referencia en el párrafo anterior, ya que tienen una relación con los tribunales, pero no está conscientes de ello. Lo anterior, ya que muchas veces la decisiones judiciales suelen tener un impacto – mayor o menor – en la vida diaria de todos los ciudadanos.
Por ejemplo, a los tribunales de México ha tocado resolver qué hora es la Ciudad de México (recordemos la controversia constitucional planteada por la capital del país, que no quería adoptar el horario del resto del país); los órganos jurisdiccionales pueden anular elecciones, con la consecuente obligación de los ciudadanos a emitir su voto nuevamente; los vasos desechables que contienen bebidas como té o café contienen una leyenda advirtiendo los peligros de quemarse, pues ello derivó de una demanda interpuesta en Estados Unidos por una mujer que derramó su café en las piernas; los aficionados a series policiacas norteamericanas están acostumbrados a escuchar, cuando detienen a un sospechoso, la famosa frase de “puede guardar silencio, todo lo que diga podrá y será usado en su contra …”, la cual derivó, también, de una sentencia de la corte estadounidense.
Los tribunales pueden corregir prácticas sociales que violan el derecho a la igualdad de algún sector de la población. Recordemos que en la década de los 50s, por ejemplo, la Corte Suprema de Estados Unidos emitió una serie de resoluciones para terminar con la segregación racial en las escuelas. En la actualidad, nuestra Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ha emitido importantes jurisprudencias que declaran inconstitucional las legislaciones que prohíben el matrimonio igualitario.
Pero no todo es miel sobre hojuelas, puesto que los tribunales pueden convalidar prácticas sociales deleznables o violaciones a derechos humanos establecidas por el legislador. El primer supuesto lo encontramos en la historia de nuestro país vecino del norte, donde la Corte Suprema, bajo la teoría de “iguales, pero separados”, aprobó la segregación racial en esa nación. El segundo caso a que me refiero, lo encontramos en la jurisprudencia mexicana, que a principios del siglo pasado estimó legal la prohibición establecida en el Código Civil de Sonora de las mujeres mexicanas a contraer matrimonio con “individuos de raza china”.
Los anteriores son solo algunos ejemplos de cómo los tribunales influyen en la vida diaria de todas las personas, ya sea de manera directa o indirecta. Como hemos visto, los órganos jurisdiccionales de cualquier fuero o jerarquía, sobre todo los tribunales cúspide, como serían la Suprema Corte de Justicia de la Nación o el Tribunal Electoral del Poder Judicial Federal, amplían, modulan o restringen derechos humanos; pueden ser los paladines de los indefensos o sus verdugos. De ahí la importancia que, bajo el paradigma de justicia abierta, la sociedad se interese, analice y, en su caso, critique lo que resuelven sus jueces; de igual manera, participe de manera activa en los procedimientos de elección de sus juzgadores, pues no puede permanecer indiferente a lo que haga un poder del Estado tan importante que, como hemos visto, trasciende a la vida social, económica y política del país.
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