El cambio de paradigma comenzó hace décadas, claramente desde la reforma constitucional de 1994 en la que se pretendió perfilar a la Suprema Corte como un tribunal constitucional. De esta forma se le otorgaron facultades (entre otras) para declarar, a través de un estudio abstracto, la inconstitucionalidad de una norma jurídica. Se creó el Consejo de la Judicatura Federal, que descargó a la Corte de la labor administrativa. No obstante, el verdadero viraje de nuestro sistema judicial se dió con la reforma constitucional de derechos humanos de 2011, en la que quedó claro que las normas jurídicas debían respetar tanto el texto constitucional como los tratados internacionales ratificados por el Estado mexicano. Poco tiempo después, en la sentencia Varios 912/2010 (caso Radilla Pacheco), la Corte determina que, al resolver un caso, todos los jueces del país están obligados a aplicar la Constitución y los tratados internacionales ratificados por México de forma directa. Se termina así con el monopolio que ejercían los órganos jurisdiccionales federales en la interpretación constitucional.
Abierta la caja de pandora, los impartidores e impartidoras de justicia de todo el país deben conocer no sólo el derecho mexicano; están obligados a aplicar el derecho internacional en los casos concretos y a preferir la norma más garantista: aquella que mejor proteja a las personas. Se termina así con el formalismo jurídico que hacía de la labor jurisdiccional un trabajo muy cómodo.
Las juezas y los jueces mexicanos deben interpretar la ley, conocer el profuso derecho internacional y las decisiones de los diferentes órganos jurisdiccionales de carácter internacional cuya jurisdicción ha sido reconocida por México, y armonizar todo esto en una decisión razonada. Para ello, deben conocer y saber aplicar los principios propios de la teoría del derecho constitucional y de la teoría de los derechos humanos, conciliar el principio pro persona con la interpretación conforme, realizar juicios de igualdad en los casos en lo que se sospeche que una norma es contraria a la cláusula de no discriminación del artículo primero constitucional, así como ponderar derechos que se presentan como enfrentados.
Claramente son los ministros de la Corte los primeros que deberían ser expertos en todo esto; sin embargo, esto no siempre es así. En las audiencias públicas del pleno de la Corte, y en las sentencias emitidas en pleno o en salas queda claro que, en ocasiones, priman los criterios personales más que los técnico-jurídicos.
Es evidente que algunos criterios de avanzada y el uso de argumentos constitucionales más acordes con la teoría constitucional y de los derechos humanos han sido introducidos al poder judicial por los ministros ajenos a la carrera judicial. En la ponencia del ministro José Ramón Cossío, por ejemplo, se introdujo el juicio de igualdad y el uso de las categorías sospechosas para analizar las leyes que parecen discriminar por alguno de los criterios prohibidos por la Constitución. Se busca así decidir de acuerdo a criterios de razonabilidad y proporcionalidad, evitando que imperen los criterios basados en posturas personales o, peor aún, en prejuicios.
Con lo anterior no quiero decir que el poder judicial deba estar integrado por académicos como el ministro Cossío, aunque es cosa probada que esto ha ayudado a cambiar de aires a nuestro aún anquilosado poder judicial. Tal vez es más importante que el poder judicial continúe con la transformación en su interior, desterrando la labor mecanicista que aún impera en muchos de los juzgados y tribunales federales.
El poder judicial es sin duda alguna, el poder menos fiscalizado en nuestro país. Los reflectores apuntan casi siempre a la labor del ejecutivo y del legislativo. Sin embargo, la importancia que a últimas fechas han cobrado las decisiones judiciales, hace necesario un mayor escrutinio de su labor. Lo primero que debemos exigir es que se termine con lo que parecía una práctica del pasado: la designación de los o las ministras de la Corte con base en criterios más políticos que técnicos. La posible designación de Eduardo Medina Mora, un político más que un jurista, significaría desvirtuar las reformas en marcha de un poder que no ha terminado de convertirse en contrapeso real de los otros dos.
Debemos aprovechar la coyuntura para proponer un cambio de fondo en las entrañas del poder judicial federal, pensar qué criterios deberían prevalecer a la hora de designar a los miembros de la Corte y de los tribunales y juzgados inferiores del Poder Judicial de la Federación. Debemos asegurarnos de que los criterios para escoger a los jueces y juezas de los poderes judiciales estatales están apegados a criterios técnicos, pues en muchos estados, aunque para algunos suene inverosímil, son designados por el gobernador en turno. Habría que revisar también la conformación de los consejos de la judicatura, tanto el federal como los estatales, buscando que especialistas de la sociedad civil formen parte de ellos. ¡Decidamos qué tipo de jueces y juezas queremos!, ¡decidamos quién debe administrar justicia en un país tan ávido de ella!
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