SOBRE “LA LEY DEL MENOR”

  • Gris que te quiero gris
  • Si tuviera que elegir un color para describir la última novela de Ian McEwan, sin lugar a dudas, sería el gris. Pero no un gris melancólico o pesimista, sino un gris cauto y profundamente letárgico. Entre la tediosa rutina y un contexto tan absurdo, la delgada línea que aparta realidad de ficción se anula a través de las 212 páginas que componen La ley del menor.[1] Esta obra cuenta la vida de una jueza londinense, especializada en derecho familiar, quien se ve inmiscuida en distintos casos complejos donde los derechos de los menores de edad y el derecho a la libertad religiosa juegan un rol crucial. Si bien es cierto que la misma se podría catalogar como una novela jurídica, también lo es que el adjetivo realista resulta convincente para su categorización. Y aunque la trama versa sobre la soporífera vida de la protagonista, de forma paralela el accionar de la justicia y de los tribunales, los argumentos y las razones, las colusiones de derechos, se tornan más que indispensables para su desarrollo. Porque al momento en que las instituciones jurídicas y los procesos judiciales están tan bien narrados, afinados hasta el más mínimo detalle, su preeminencia se empata con la realidad, cuestión que muchas veces pasa desapercibida ante estos. De ahí quizá el color gris de la novela, por el indisoluble vínculo entre los fenómenos jurídicos y la insufrible cotidianidad.  
    1. Novela de juristas para juristas
    “Los chistes sobre los juristas eran los que más le gustaban al gremio”, se puede leer en un diálogo entablado entre la jueza, de nombre Fiona Maye, y un colega suyo. Tengo la sospecha que lo mismo sucede con las novelas sobre los juristas, pues de un tiempo para acá, me enteré de muchas personas involucradas en el campo del derecho que no solo leyeron La ley del menor, sino que también escribieron sobre la misma, ya sea de manera más bien casual, o de forma pedagógica, utilizándola para explicar algunos temas afrontados en ella; incluso hasta uno de los actuales ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, José Ramón Cossío, dedicó una de sus columnas publicadas en el diario español El País[2] a la obra de McEwan. A pesar de que a veces la lectura de la novela se torna tediosa y desesperante (sin descartar la posibilidad de que esto fuera pensando de forma intencional para sumergir al lector en el ambiente grisáceo), y más allá de un análisis jurídico, esta resulta bastante buena desde una óptica narrativa. No por nada el suplemento literario Babelia la destacó como una de las diez mejores obras de ficción que se escribieron durante 2015. Resulta grato saber que los juristas se interesan cada vez más por la literatura, aunque, por lo general, estos solo lean novelas sobre juristas… La idea de los juristas como casta, cofradía, o séquito exclusivo, se sigue manifestando día a día en ámbitos que exceden propiamente sus atribuciones.  
    1. El punto de vista de Ian McEwan
    Resulta muy gratificante lo bien que está construida la obra desde un plano técnico-jurídico. El planteamiento de los casos no solo encuentra fundamento en hecho reales, sino que también fueron supervisados por diferentes juzgadores ingleses y abogados litigantes, a quienes McEwan agradece al final de su novela, lo que en definitiva imprime un sello muy particular a La ley del menor. Lo sorprendente que resulta la rigidez argumental de los diferentes momentos de la trama en los que se abordan cuestiones jurídicas equivale a la visión que solo puede ser compartida por alguien que asume un punto de vista interno de las normas dentro de un sistema jurídico. Evocando una de las aportaciones más importantes para la discusión teórica respecto a la ciencia del derecho, la clásica distinción propuesta por H. L. A. Hart[3] (esbozada al configurar su caracterización del positivismo jurídico), sobre la perspectiva desde la cual las normas son percibidas como criterios de conducta y valoración, para ser a la vez generadoras de obligaciones de sus usuarios, esta teoría refleja a la perfección a la jueza Maye pues devela la forma en que las normas se convierten en una representación del comportamiento del sujeto, así como también en criterio para juzgarlos. A diferencia de muchas novelas jurídicas que utilizan un punto de vista externo para exponer su contenido, describiendo los fenómenos jurídicos desde fuera del ordenamiento, la obra del escritor inglés, y a pesar de estar escrita en tercera persona, pone de manifiesto que los razonamientos intrínsecos de un operador jurídico están tan vinculados como comprometidos con su sistema.  
    1. Una crítica a la crítica del ministro Cossío
    Desde inicios del año pasado, José Ramón Cossío Díaz se ha convertido en un articulista asiduo de uno de los principales medios informativos en España. Sus escritos, por general, suelen ser un poco más breves que los que publica en el periódico mexicano El Universal, aunque la claridad que distingue a su prosa continúa siendo una constante en las opiniones editoriales expresadas por el ministro. Hace unos meses, para abordar el tema de las fuentes del derecho, Cossío, utilizó la novela Sumisión de Michel Houellebecq para exponer dicho tema y relacionarlo con la trama ficticia ideada por el afamado y controversial escritor francés.[4] El ejercicio no solo me pareció fantástico, sino bastante certero, sobre todo, por la complejidad que plantea un tema tan complicado como es el del Islam, tanto en su dimensión política como jurídica. Ahora con La ley del menor, antes que replicar el mismo ejercicio, me parece que el ministro Cossío apuesta por presentar una crítica más jurídica que literaria, o en todo caso, aportar una lectura jurídica de la obra de McEwan, y aunque la misma no me parece mal lograda, quizá habría que matizar un par de cuestiones. La primera más bien incidental, al mencionar que la novela fue publicada por la editorial Alfaguara, cuando lo cierto es que fue Anagrama. La otra, de carácter funcional, al momento en que dentro del último párrafo de su escrito, el autor ofrece una definición de juzgador, presentándolo como: “un profesional del derecho, entrenado en ciertos modos de pensar, acotado por límites institucionales y capaces de ejercer su propia subjetividad en varios extremos”. Así entonces, el ministro Cossío, no solo prescinde rápidamente de años de realismo jurídico norteamericano y de los postulados históricos que fundamentan la Escuela de la Exégesis francesa, sino que al conceptualizar de esa forma a la figura del juez se niega una visión que devela las funciones de estos operadores como un “actuar estratégico”, consistente en decidir cómo desplegar el trabajo de investigación y razonamiento jurídicos con base en una determinada ideología política.[5] Queda claro que la ideología no es el concepto de punta en las ciencias sociales el día de hoy,[6] pero su consideración resulta fundamental para entender las funciones de los órganos jurisdiccionales, pues antes que la mesura, o la institucionalidad, la ideología es un fenómeno enraizado en las relaciones sociales de los seres humanos y, por lo tanto, la promoción de los intereses de un determinado grupo social frente a otro, no puede solo decantarse por legitimar los de una clase dominante, a través de herramientas como la distorsión, la subjetividad, o el disimulo.  
    1. A vueltas con el opio del pueblo
    Es llamativo que uno de los más grandes porfiadores antirreligiosos de los últimos tiempos, Christopher Hitchens, y un escritor que fue perseguido por el mundo musulmán, Salman Rushdie, sean dos de los mejores amigos del autor de este libro que aborda el tema de la religión tan objetivamente. Ian McEwan, a diferencia de sus polémicos compañeros, antes que tomar partido, o aniquilar críticamente los dichos de una determinada religión a través de su escritura, evalúa los argumentos, y contempla a la perfección el mapa de lo que en el actual contexto viene a significar la fe y la libertad de conciencia de las personas. Sin embargo, en tiempos en los que un sistema global es controlado por los intereses de las grandes trasnacionales, en la religión, como en muchos otros campos, el fenómeno de la empresarialización, como escribe el sociólogo francés Christian Laval, se manifiesta cuando la figura humana se reunifica en el sujeto económico, en un contexto donde toda decisión está sometida a reglas de eficacia inmediata dentro de una dinámica de competitividad y maximización de resultados.[7] En tal sentido, y ante dicho escenario, el derecho tal vez pueda presentarse como un interesante paliativo para contrarrestar (por medio de los argumentos y las razones) a esas desatinadas creencias (sustentadas en falacias y sinrazones).  
    1. Escribir y juzgar
    En una reciente entrevista que el diario español El Mundo realizó a Ian McEwan, al momento de preguntarle sobre las similitudes entre los oficios de los jueces y los escritores, este contestó: “son parecidos si obviamos el hecho de que nosotros no dictamos sentencias. Cuando me puse a investigar para esta novela descubrí que había sentencias muy bien escritas, sentencias en las que los motivos de las partes estaban expuestos con mucha inteligencia y delicadeza. Se podían disfrutar como lectura. Y, justo, en ese momento de placer lector, uno cae en que hay un drama que afecta a gente real. Nosotros nos podemos permitir el lujo de no tener que decidir sobre la vida de nadie”.[8] En línea con la respuesta del artista inglés, aunque con algunas importantes diferencias metodológicas, se encuentra también la de otro anglosajón, pero este último estadounidense y jurista. Ronald Dworkin como uno de los más grandes teóricos del derecho, no solo se encargó de reavivar el debate sobre el positivismo jurídico en épocas contemporáneas, sino que también fue un ferviente creyente e impulsor del movimiento Law and Literature, presentando “una innovadora posición respecto a la teoría de la interpretación, a través de la cual sugiere, con fundamento en los presupuestos de la hermenéutica, una analogía entre las competencias jurídica y literaria”.[9] Es decir, existe algo que, necesariamente, tiende un puente entre lo que escribe un juzgador y un artistas, sin embargo, no hay que olvidar que estos últimos por algo son llamados artistas.  
    1. A manera de veredicto
    A diferencia de algunos amigos y colegas, la verdad es que la novela me gustó pero no me entusiasmó demasiado. Técnicamente perfecta, un modelo de una narración realista para reflejar algo más que lo que ocurre en los juzgados. La trama vale la pena por la parte con la que cierra el capítulo dos, cuyo valor argumental y construcción narrativa me pareció impecable. No es la mejor versión de Ian McEwan, pero es Ian McEwan, y creo que eso basta y sobra para leer La ley del menor, independiente de la profesión que hayamos elegido.     [2] COSSÍO DÍAZ, José Ramón, “La ley del menor”, en El País, 13 de enero de 2016. [3] HART, H. L. A., El Concepto de Derecho, traducción de Genaro R. Carrió, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1963, pp. 110 – 111. [4] COSSÍO DÍAZ, José Ramón, “Sumisiones”, en El País, 11 de agosto de 2015. [5] Para profundizar en el tema: Vid. KENNEDY, Duncan “El comportamiento estratégico en la interpretación jurídica”, en Izquierda y derecho – Ensayos de teoría jurídica crítica, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2010, pp. 38 y ss. [6] Larraín, Jorge, El concepto de ideología. Tomo 1 Carlos Marx, LOM ediciones, Santiago, 2007, p. 9. [7] Vid. LAVAL, Christian, “Pensar el neoliberalismo”, en AA.VV., Pensar desde la izquierda, Errata naturae, Madrid, 2012, pp. 19 – 21. [8] ALEMANY, Luis, “Ian McEwan: “Ser más sabio era el proyecto de mi vida. Ahora tengo 67 años, sé que me deslizo a ser menos sabio””, en El Mundo, 22 de octubre de 2015. [9] Vid. KARAM TRINDADE, André, y MAGALHÃES GUBERT, Roberta, “Derecho y Literatura. Acercamientos y perspectivas para pensar el Derecho”, en Revista Electrónica del Instituto de Investigaciones “Ambrosio L. Gioja”, Facultad de Derecho – Universidad de Buenos Aires, Año III, No. 4, 2009, pp. 187 y 188.]]>

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