La historia del Congreso mexicano ha sido de altibajos, de pugnas y reformas para ir ganando espacio, facultades y pluralidad. Lo que vemos hoy, es el resultado de años de transición y de asumir la diversidad social de forma institucional. A partir del gobierno dividido en 1997, nuestro Congreso comenzó a ser un actor dentro de la toma de decisiones, que antes, a la luz de la ciudadanía sólo la ejercía el presidente.
Podemos tener opiniones sobre los retos, avances y actuaciones de las y los legisladores que han formado parte del círculo de representación política durante estos años. Sin duda. Pero la idea que subyace, aún en la diferencia de pensamientos, posiciones y opiniones es, que la existencia del poder legislativo con todas sus facultades constitucionales es fundamental para asumirnos como un país democrático.
Dentro de las grandes críticas al Congreso están la falta de un servicio profesional de carrera institucional que garantice contar con servidores públicos especialistas y profesionales en el quehacer legislativo. Cada 3 y/o 6 años dependiendo de la duración de los cargos legislativos, vemos movimientos de personal que no permiten una permanencia y un alto nivel de profesionalización de la institución. Por supuesto, la apropiación real y contundente de sus atribuciones: ser un contrapeso real a los demás poderes, fiscalizar al ejecutivo, y la que en mi opinión es de las más importantes porque ahí se encuentra su origen, es la de decidir el presupuesto, cosa que hasta hoy jamás han decidido sin presión, órdenes y coacción del poder ejecutivo en funciones, por diversas razones de tensiones políticas, intereses y falta de institucionalidad.
La tentación de cooptar al Congreso no sólo ha sido del actual presidente de la república, todos han canalizado de diversa forma la presión hacia las y los legisladores. Pero hoy, tenemos una reforma enviada por Andrés Manuel López Obrador que pone en jaque a nuestro régimen constitucional democrático.
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