¿Por qué castigamos?

De acuerdo con las bases del Derecho penal moderno, la pena es un motivo sensible, decía Beccaria, necesario para contener “el ánimo despótico” individual. Son motivos sensibles porque deben herir los sentidos para obligar a quienes se oponen al bien universal a no romper la ley. Pero la pena, para no ser tiránica tiene que derivarse de la necesidad de conservar la seguridad y la libertad de las personas. La justicia de la pena se medirá en tanto cumpla con ese objetivo o no.

Sobre esta idea se construyó la racionalidad jurídica moderna que sostiene que el castigo, en el derecho penal, es un instrumento para controlar los índices delictivos en una sociedad determinada. Desde esta visión de la técnica penitenciaria, la sanción penal – particularmente la cárcel- tendrá efectos inhibitorios en la realización de conductas ilícitas. Una manifestación concreta de esta forma de entender el castigo es el llamado populismo penal, es decir, la idea de que penalizando más conductas o estableciendo penas más severas a conductas ilícitas, éstas tenderán a reducirse gradualmente.

Si aceptamos esta idea reduccionista del castigo solamente como técnica de control de la delincuencia, el fracaso es evidente a todas luces.

En el libro “Castigo y Sociedad Moderna” (1999, Siglo XXI), David Garland plantea como hipótesis central que el castigo no solo puede verse como una técnica de control de la criminalidad sino que además el castigo tiene otras funciones sociales que ese primer derecho penal moderno e idealizado por Beccaria no alcanzó a observar. Para comprender estas funciones sociales debemos considerar al castigo como una institución social producto de procesos políticos, económicos y culturales de una sociedad en particular.

La hipótesis de Garland es absolutamente razonable. La existencia de índices elevados de criminalidad en un contexto de sobrepoblación de las cárceles hace insostenible la idea de que el castigo sea una forma de control de delincuencia. Sin embargo, las sociedades contemporáneas continúan aceptando esta presunción inhibitoria de la sanción aunque la experiencia diga lo contrario. El caso de la cárcel es ilustrativo de esta racionalidad jurídica y aceptación socio-cultural de una institución a sabiendas de la evidencia empírica que comprueba su inutilidad. Aunque los sistemas penales se hayan reformado a lo largo de la historia e independientemente del sentido que cada sistema penal le ha dado -sea como “corrección”, “rehabilitación”, “readaptación” o “reinserción”- la cárcel sobrevive a pesar de una abrumadora evidencia de su fracaso. En realidad, y en esto radica el principal problema del castigo, la conclusión del fracaso no es solo respecto de la cárcel sino que puede hacerse extensiva a todo el sistema de impartición de justicia penal.

Si a pesar del fracaso de estas formas de castigo la sociedad las mantiene, deben existir otras razones que explique su existencia en los sistemas penales contemporáneos. ¿Por qué castigamos? ¿Por qué mantenemos la cárcel aún a sabiendas de que no tiene ningún resultado o puede producir efectos negativos? ¿Por qué aceptamos culturalmente su existencia? ¿Es acaso la pérdida de la libertad, el encierro o el aislamiento de un presunto delincuente una forma de retribuir suficientemente a una víctima del delito o la sociedad?

Según Garland, el castigo es una institución social compleja que obedece a diversas razones y cada una de ellas nos puede explicar el sentido de ciertos delitos y penas. Es decir, no hay respuestas absolutas sino que deben considerarse varios elementos que diferentes teorías sociológicas han mostrado. En algunos casos, podemos comprender a la sanción como una expresión del poder político del Estado y de esta manera se explicarían fenómenos como la criminalización de la protesta o el uso político de la pena. El castigo también puede considerarse como la afirmación de una moral colectiva y así podría explicar la penalización de la interrupción legal del embarazo o la penalización del consumo de drogas. Incluso podemos considerar al castigo como un proceso de regulación económica y social basada en la lucha de clases y eso se explicaría la protección penal de la propiedad privada.

Considerar al castigo como una institución social obliga a tener claras las razones no solo técnicas sino políticas, sociales, culturales y económicas por las cuales existe en un sistema penal. En el caso mexicano, con una reforma penal en proceso, con la incorporación de un nuevo paradigma en derechos humanos, con la creación de un sistema de justicia alternativa que incluye la mediación penal y frente a la evidencia del fracaso rotundo y corrupción del sistema penitenciario, deberíamos tener claro qué se busca cuándo se castiga a alguien. Ante la delincuencia organizada, ante los actos de corrupción, ante las violaciones a los derechos humanos, ante una justicia penal selectiva y arbitraria debemos discutir qué es el castigo y para qué existe en el sistema penal. Esta discusión debe hacerse fuera de los patrones comunes, predeterminados y limitados que entienden el castigo como una técnica penitenciaria para el combate a la delincuencia. El castigo debe abordarse como una institución social compleja y determinante para la impartición de justicia.

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